Los exploradores

La tarde era fría, aunque soleada, el viento soplaba fuerte contra los ventanales haciendo vibrar los cristales, y de pronto la tranquilidad que aportaba ese tintineo se vio interrumpida por un fuerte huracán que llegó a la casa gritando: -¡Abuelito, abuelito!,Malvarrosa regresaba del colegio.

El anciano que removía las ascuas de la estufa intentando reavivar el fuego se giró para mirarla. La cara de esa niña de apenas siete años reflejaba una inmensa alegría, sus ojos brillaban fruto de la euforia que la embargaba, la punta de su nariz estaba roja por el frío de la calle, y su boca esgrimía una sonrisa de oreja a oreja.
- ¿Qué sucede Malvarrosa?, le preguntó.
- ¿Sabes que día es hoy abuelito?, dijo la niña con esos grandes ojos abiertos como platos.
- Veamos..., comenzó diciendo el abuelo con aire pensativo, pero Malvarrosa no tenía paciencia para esperar la respuesta de su abuelo, -¡Es veinte abuelo!.¡Veinte de marzo! ¡y mañana empieza la primavera!
-¿Ya empieza?, ¿tan pronto?, ¡qué rápido ha pasado el tiempo este año!, comentó el anciano.
- Sí abuelito, sí, ya empieza, así que mañana, tenemos que salir a explorar-, dijo la niña, con la perpetua sonrisa en la cara.
- ¡Cierto!, dijo el abuelo, - mañana cuando regreses del colegio saldremos a explorar-, comentó el abuelo con entusiasmo.
- No abuelito, no, mañana es sábado, no tengo colegio, le corrigió la niña, esperando que eso animara más aún si cabe al abuelo con el tema de la exploración.
- ¡Entonces perfecto!, exclamó el abuelo, -saldremos por la mañana bien temprano y así seremos los primeros en encontrarlas. Ahora vamos a merendar para que mañana tengamos muchas fuerzas, que tendremos que caminar mucho.
Una carcajada salió del alma de la niña que se fue corriendo hacia la cocina en busca de su merienda, dejando tras de sí las huellas de barro de sus botas.
El anciano la miraba con felicidad, se sentía muy orgulloso de su nieta.

A la mañana siguiente, Malvarrosa saltó de la cama, rápidamente se vistió, se calzó las botas, y se enfundó en el abrigo, la bufanda, el gorro y los guantes de lana, y se presentó en el comedor ansiosa por comenzar con la expedición.

- ¿No vas a desayunar?, le pregunto el abuelo mientras mojaba lentamente un bizcocho en la leche.
- No tengo hambre, le contesto Malvarrosa.
- No querrás que nos empiecen a rugir las tripas y tengamos que regresar a casa antes de que las hayamos encontrado, ¿verdad?, dijo convincentemente el anciano.
- Está bien abuelito, pero sólo me tomaré la leche con cacao, las magdalenas me las llevo y las como por el camino, ¿vale?.
- Como quieras, dijo el abuelo.
Malvarrosa se bebió la leche de un sólo trago, sin respirar, no quería perder ni un segundo. El abuelo la observaba encantado. Se bajó de la silla y agarro una magdalena en cada mano. -Estoy lista abuelo, cuando quieras vamos, dijo la niña mientras se relamía los labios dejando un fino bigote de chocolate en el superior.
- Pues vamos, dijo el abuelo, que se colocó la boina y se puso la chaqueta que colgaba del perchero. Abrió la puerta y con un gesto cortés que invitaba a salir primero a la niña, le dijo, ¡en marcha exploradora!.

La exploración se había convertido en un ritual entre el abuelo y la nieta que venían repitiendo cada año desde que la niña comenzó a caminar, consistía en recorrer las calles y caminos circundantes buscando entre sus lindes y cunetas las primeras flores de la primavera.

Al salir a la calle una ráfaga de frío viento le dio de lleno en la cara a Malvarrosa, que presurosa se tapó la nariz con la bufanda. Lucía un hermoso sol, pero las calles aún seguían embarradas y podían verse claramente los restos de la escarcha en las plantas de las cunetas. Será primavera, pensaba Malvarrosa para sus adentros, pero sigue haciendo el mismo frío que en invierno. Como una auténtica Sherlock Holmes, comenzó a mirar atentamente cada rincón en busca de su hallazgo. Inspeccionar toda la calle podía llevarles fácilmente media hora, sin embargo, el abuelo la seguía pacientemente aparentando que también escudriñaba el terreno en busca de las florecillas.
Cualquier cosa que llamaba su atención la hacia correr hacia el lugar, no, era un papel, no, era una piedra, no, era una mariquita, hasta que al fin, ¡abuelito, abuelito, aquí, ven, corre!, y allí estaba la flor, la primera flor de la primavera, el abuelo llegaba, ¡a ver, a ver!, y la niña se abrazaba a él desbordante de emoción por el gran hallazgo. ¡Somos los primeros abuelo, siempre somos los primeros en encontrar la flor!, el abuelo asentía con gozo viendo disfrutar a la niña de aquella manera. Ahora tenían la prueba visible de que la primavera había llegado a esas tierras, no podían destruir esa prueba, por si hubiera más exploradores como ellos buscándola, por lo que la dejaban en su sitio, sin tocarla. La primera flor hallada, siempre era una campanilla blanca o un matacandil. Este año había sido una campanilla.

- Bueno, dijo entusiasmado, el abuelo a la niña, ahora que sabemos que hay flores, vamos a buscar muchas para llevarle un ramo a la abuela.
- ¡Sí!, exclamaba la niña, exultante de euforia.
Y juntos se pasaban la mañana recolectándolas.

© Eufrosina Amores (2008)


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